¡Terrorífico Halloween!

Despierto temprano y tengo mil mensajes.

Sin necesidad de abrirlos ya sé que ha pasado algo grave. Aún medio dormido mis ojos conectan palabras clave de titulares como “Halloween”, “Itaewon”, “Avalancha”… “¡Muertos!”.

Doy un brinco. Recibo una llamada de la redacción confirmando el triste incidente. Se activa la maquinaria de las noticias con una de esas historias que te gustaría no tener que dar nunca. Va a ser un día triste: laaargo y aciago.

Las peores previsiones cristalizan. Hasta las 10:30 de la mañana del domingo 30 han confirmado 151 muertos, entre los que hay casi una veintena extranjeros, y 76 heridos, con casi otros veinte de gravedad.

Las autoridades han recordado que la cifra podría aumentar, pues en este tipo de incidentes suele ocurrir así (de hecho a las 8:30pm el dato oficial aumentó a 153 fallecidos), aunque su prioridad es atender a los afectados más que ofrecer un recuento exacto de las víctimas.

Llevo cuatro horas despierto y el teclado echa humo. Con una mano intento responder a los múltiples mensajes preguntándome si estoy bien, mientras que la otra trata afanosamente de actualizar los datos.

Lo que prometía ser un tranquilo domingo otoñal se ha convertido en la dramática resaca de una auténtica noche de terror.

Pienso en esos jóvenes, pues muchos de los fallecidos eran estudiantes en torno a los veinte años… en esas incipientes vidas truncadas. Ayer por la tarde, en uno de los puntos de conexión hacia Itaewon, vi a muchos otros de su edad disfrazados, ataviados con “terroríficos atuendos y sus mejores galas” para una noche de fiesta. Había movimiento por toda la ciudad.

Automáticamente me retrotraigo a la noche de Halloween de 2015, también en Itaewon, donde viví una experiencia similar aunque por suerte sin víctimas mortales. Me salvó del aplastamiento el portero del Prost, un bar de la zona, que por fortuna se apiadó de mí al verme tan angustiado y me abrió la puerta.

El problema es que las calles próximas al Hotel Hamilton, ubicado en la avenida principal, son un entramado de estrechos callejones abarrotados de bares, cafés, tiendas, restaurantes, etc.

A decir verdad, y eso es parte de su encanto, no están preparados para albergar a tan ingente multitud de personas (he leído que había más de cien mil, pero habrá que esperar a conocer los datos exactos).

Al ser callejones tan angostos y alargados, la gente en los extremos empieza a acumularse, y sin darse cuenta van empujando y aglomerándose, ajenos a que la presión aumenta en el centro.

Tampoco ven que desde la otra punta otros también empujan o salen más lento que los que entran, y para colmo, muchas de estas callejuelas (como la del fatídico suceso, de apenas 4 metros de ancho) están en pendiente o tienen tantos recovecos que limitan la perspectiva.

Con gente empujando desde ambos extremos, o desde uno y con la gente colapsando el otro, al final se produce un “efecto embudo” y, aunque no haya ninguna avalancha por alarma, como fue mi caso, la simple presión de cada vez más personas concentradas en una superficie limitada empujando levemente, puede llevar al colapso.

Aquella noche temí por mi integridad física, pero no fue la única vez. Años más tarde, en el Festival Internacional de Fuegos Artificiales que anualmente organizan junto a la estación de Yeouinaru, en la ribera del río Han, sufrí un conato de aplastamiento y también temí seriamente por mi vida.

Toda la gente que durante el día había ido llegando paulatinamente para ver el espectáculo, no tuvo tanta paciencia al terminar. Y en vez de esperar a que las colas fueran fluyendo, a que la gente saliera y a que la zona se despejara a su ritmo, empujaban hasta presionar y no vivimos otra tragedia de milagro.

Tras aquella noche de Halloween, al igual que tras la de los fuegos artificiales, me juré que jamás volvería a ninguno de esos eventos… Y de hecho este post bien podría tener título de novela de García-Márquez.

Cuando ocurre un suceso grave todos necesitamos procesar el impacto y reaccionar de algún modo. Ahora muchos se preguntan cómo puede pasar algo así en una moderna megalópolis de primer nivel como es Seúl, o cómo es posible que estas cosas sigan sucediendo en pleno SXXI.

Pero el mero paso del tiempo no es indicador de nada y, a juzgar por la realidad, en muchos aspectos sociales, culturales y en otros ámbitos, lejos de avanzar diría que el mundo involuciona.

Primero, porque la historia es cruel y se repite. Pero además, porque vivimos tiempos donde la atención genera un pico muy alto ante hechos alarmantes o poco cotidianos, pero tras la marejada volvemos nuestros castigados ojos a las series de Netflix y nuestros frenéticos y domesticados dedos a los móviles.

Volvemos al “endeble bienestar” de nuestra aletargada inercia existencial para continuar con nuestra vida como “smombies” ante guerras, pandemias y crisis planetarias como el cambio climático.

Obviamente son preguntas retóricas y sus hipotéticas respuestas no cambiarán la realidad de esas familias que han quedado “huérfanas de hijos” pues, según dicen, no hay mayor dolor para unos padres que perder a sus vástagos… Y más ante algo tan aparentemente trivial como una noche de fiesta.

A ellos, cuyas vidas ya nunca serán igual, dedico estas líneas esperando que algún día hallen consuelo.

D.E.P.

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