(Disponible en pódcast)

Recuerdo mi primera Nochevieja en Corea.
Un grupo de españoles nos juntamos, bueno, más bien nos metimos con calzador en el bar de Pakito en Hongdae.
Pakito es un coreano que se enamoró de la gastronomía española y cuando volvió a Corea montó un bareto que era todo un icono en Hongdae, zona universitaria de Seúl donde todo el mundo queda para salir.
Era un bar angosto – y digo era porque con la gentrificación tuvo que cambiar de local- con bastante personalidad, música española y las paredes pintadas de rojo. Como un bar más de Malasaña.
No solo fue uno de los pioneros en ofrecer comida española en la capital seulita, sino que era una especie de “refugio” para los escasísimos españoles que había en Corea cuando llegué.
Si la memoria no me falla en la Embajada me dijeron que éramos unos 700, una insignificante cifra para un país de casi 52 millones de habitantes. A día de hoy somos algunos más, pero entonces éramos cuatro gatos.
Así que el 31 de diciembre de 2011, la mitad de esos gatos decidimos juntarnos en el bar de Pakito a tomar las uvas (con el preceptivo vídeo de Anne Igartiburu y Ramontxu bajo el brazo), porque en Corea son 8 horas más que en España, y cuando nosotros despertamos allí es medianoche.

Con la mejor disposición, cuarenta o cincuenta almas nos comprimimos en el bar de Pakito. Estábamos tan encorsetados que no cabía un alfiler, pero el efecto final fue de “Nochevieja a la española”, con comida y bebida a discreción. Con tanta gente en un bareto ultrapetado, a medida que el alcohol iba regando nuestras sedientas gargantas, empezaba a notarse la “euforia de la amistad”…
Recuerdo que me pareció un poco cutre “tomar las uvas en diferido”, pero si querías campanadas la noche del 31, había que tirar de vídeo. No había otra.
Aunque ese año lo pasamos bien, otras Nocheviejas optamos por ir a Itaewon, la “zona internacional” de Seúl por excelencia. Las expectativas eran muy elevadas… como siempre que salíamos, claro. Pero ya se sabe: entre lo que uno espera y los hechos, suele haber “bocados de realidad”.
El caso es que esas “campanadas a la americana”, que eran una simple cuenta atrás tipo 10, 9, 8, y así… a mí me dejaron más frío que Walt Disney.
Aquello fue un desfase, sí. Pero… me sentí totalmente ajeno al seguir una tradición importada en un tercer país. El caso es que Corea tiene una tradición apenas conocida en España para comenzar el año. Normalmente, bueno… antes del corona, miles de personas se reunían junto a la Estación de Jonggak en torno a Bosingak para las campanadas. Pero… además de ser un amasijo de gente que ríete tú de la Puerta del Sol, el tema es que aquí dan 33. Exacto, como lo oís: ¡33 campanadas! Y ver quién es el guapo que se come 33 uvas de sopetón.
Los coreanos quizá no celebren tanto Fin de Año porque el 1 de enero, les guste o no, cumplen un año más. Lo de la edad en Corea es un lío, ya os lo explicaré otro día. Por abreviar, tienen un año o dos más respecto al calendario occidental, porque a la edad real le suman los nueve meses del embarazo, y al empezar el año suman otro. Creo que por eso tienen medio manía a lo de estrenar año…
Pero a lo que iba… pronto me cansé de empezar el año entre guiris borrachos y decidí optar por una tradición muy arraigada en Corea, como es ir al punto más oriental posible para contemplar el primer amanecer del año.
Así que dicho y hecho: tomé el tren KTX (el AVE de aquí) y puse… rumbo al sureste.
Me encanta llegar en tren a la ciudad de Busan. Tras repetir las señas del hotel al taxista, pues nunca parecen entender las cuatro palabras que sé de coreano, en plan cherokee le indico que por favor vaya por Gwangalli, el famoso puente iluminado. Los miles de contenedores del puerto se me antojan espacios efímeros. El taxi vuela a todo gas sobre el puente. Pronto las torres de I’Park emergen ante a mi nariz y me recuerdan que vivo en un país con un pie en el futuro.

Realmente impresionan. Con sus formas curvas… Sus millones de pequeñas ventanas… Sus neones ovalados a modo
de cúpula… Siempre me pregunto si vivirá alguien ahí o si están de adorno, como aquellos salones en los que nunca entraba nadie y quedaban solo para recibir a las visitas.
El taxista farfulla algo que no entiendo pero creo que me avisa del pequeño peaje que hay que pagar por usar el puente. Le digo que “né”, que suena como “no”, pero que en coreano es “sí”.
Esa breve sílaba parece tranquilizarle y seguimos hacia la playa de Haeundae, sin duda la zona “más turisticona” de Busan. Es una playa urbana tipo la Barceloneta, las Canteras o la Malvarrosa. Al llegar, la playa bulle de gente.
Todos se arremolinan en torno a los vendedores ambulantes para comprar los clásicos “farolillos de los deseos”.
En realidad no sé su nombre en coreano, pero yo los llamo así porque todo el mundo escribe en ellos sus deseos para el próximo año… Tras unos segundos de meditación – en los que ponen todos sus anhelos en ese ínfimo y colorido papel de bambú- prenden la vela interior y, como si les fuera la vida en ello, lo lanzan al cielo.

La primera vez que vi ese enjambre de farolillos iluminados con velas elevándose hacia el cielo en mitad de la noche… ¡¡¡sentí ganas de llorar!!!
La gente los lanza con la creencia de que cuánto más alto vuelen más se elevarán sus sueños, y más posibilidades tendrán de que alguien los escuche y se cumplan.
La terraza de mi habitación da justo frente a la bahía y, sin esperarlo – como llegan siempre los mejores regalos-, exactamente a la medianoche, el barco varado a unas millas activa toda una pléyade de fuegos artificiales.
Hay luna llena y la emoción es tan densa que, pese al frío, el corazón late fuerte. Es una de esas noches mágicas… ¡donde todo puede suceder!
Tras las uvas, un pequeño paseo por la playa y a descansar: hay que estar listo para el amanecer…
La emoción es tal que la alarma del móvil no llega a sonar, pues despierto antes del alba.
Para mi sorpresa, cientos de personas ya se arremolinan en la playa pese al frío. El primer naranja del crepúsculo empieza a aclarar las sombras, como antesala del sol. Y cuando por fin los primeros rayos de luz iluminan el día, una lluvia de globos en formación ascendente vuela desde la playa hacia el cielo, entre una euforia colectiva indescriptible.
Ese saludo al sol con tanto anhelo contenido da la bienvenida al día… al año… ¡a la vida!
Mientras sostengo el móvil intentando captar la escena, las lágrimas brotan sin parar desde lo más hondo. Es un sentimiento bello, plácido, liberador…
Miro el reloj y justo es medianoche en España. Todos estarán comiendo las uvas y con la copa llena, lista para brindar.
Entonces, elevo la vista al cielo y pido al Universo que susurre a los míos: ¡Feliz Año Nuevo!

Banda sonora del post, aquí