Con las primeras nieves

Aterricé en Seúl el 9 de diciembre de 2011. Nevaba.


Mi futura jefa, a la que aún no conocía en persona, vino a buscarme al aeropuerto. Me dijo que había llegado con las primeras nieves del año, algo que los coreanos interpretan –según me explicó- como buen augurio. Para mí las “primeras Nieves” siempre han sido mi abuela, mi madre, mi hermana y mi sobrina, pues todas comparten nombre, con lo cual, ese augurio no solo me sonaba familiar, sino que en cierto modo sentí como si me dieran la bienvenida.

En realidad llegué agotado pues dejar casa, familia, amigos, trabajo y país en algo más de dos semanas no fue tarea fácil, pero ahí estaba: saludando a Seúl con la ilusión de un niño que ve nevar por primera vez. Pese a llevar puesta toda mi ropa de abrigo sentí como si fuera vestido con papel de fumar, pero mi corazón latía con fuerza.

Mi vida en una maleta, pensé…

En realidad necesitaba un cambio. Había llegado al final de una etapa y siempre había deseado vivir en Asia. ¿Qué podía salir mal? A las malas, mi contrato era por un año y siempre podría volver con una sólida experiencia bajo el brazo. A las buenas… ¡Asia me esperaba!

Mi primera lección fue en el Aeropuerto Internacional de Incheon. Entre el frío, los nervios y el jetlag, deslizaba un trolley como un zombi por suelo coreano siguiendo a mi jefa y a otro señor, que pensé era el conductor de la furgoneta. Al llegar al aparcamiento, dejé el carrito a un lado, como se ha hecho en Barajas “de toda la vida”.

Pero el señor saltó como un puma y lo llevó a un lugar habilitado para aparcarlos en hilera. Ese pequeño gesto me hizo enrojecer casi con vergüenza pueril, pues todos sabemos lo importante que es “la primera impresión” y no quería parecer maleducado. De hecho solo seguía “las costumbres de mi país”. Pero mi vergüenza pasó a la adultez al comprobar que “ese señor” no era el conductor, sino un respetado ingeniero que amablemente se había ofrecido a conducir la furgoneta para venir a buscarme.

En un segundo aprendí dos lecciones: una, que las normas, reglas sociales y esas “otras cosas de toda la vida que siempre damos por hecho” podían ser muy distintas en otro país, y dos, una gran lección de humildad…

Esa micro-experiencia me sirvió para comprender que no solo debía abrir el corazón, sino también la mente: había mucho que “resetear” para dar entrada a lo nuevo.

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