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Hoy hace exactamente dos años que Corea del Sur confirmó el primer caso de COVID-19.
Cuando todo empezó, en base a episodios de años anteriores como el MERS, las previsiones apuntaban a unos 10 mil contagios en total, pero apenas en un mes Corea registró unos 9.000 casos.
Por suerte no cerraron ni tampoco decretaron confinamiento obligatorio, pero durante varias semanas las zonas más concurridas mostraban una apariencia casi fantasmagórica.

El virus comenzó como un problema local, pero luego pasó a ser regional, después internacional y finalmente se convirtió en pandemia mundial. Una pesadilla que a 20 enero de 2022 acumula casi 350 millones de contagios y 5,6 millones de muertos (aunque deben ser más por los no contabilizados como tal).
Hace dos años algo diminuto, insignificante y microscópico tiró del freno de mano del mundo cuando el planeta iba en quinta. La Tierra dio un vuelco y varios trompos.
Al principio, informar sobre el corona parecía casi como narrar ‘La invasión de los ultracuerpos’. Recuerdo la trágica cobertura del primer contagio masivo en la ciudad de Daegu, cuando la paciente Nº31 (exacto, numerados como en el Juego del Calamar) una súper-spreader de la secta Sincheonji, la Iglesia de Jesús del Templo del Tabernáculo del Testimonio, se convirtió en un importante vector de contagio y ella solita generó más de mil casos. Unas cuarenta y ocho horas después, Corea decretaba “alerta máxima”.

Pero en aquel estadio incipiente de la pandemia, el reto a nivel global no era solo el virus, sino los anti-virus. Hubo que convencer casi “uno por uno” a todos los negacionistas, ingente tarea que a día de hoy provoca una sonrisa pueril.
Confieso que esos días sentí gran frustración al intentar dar la “voz de alarma” y ver que nadie escuchaba. Me devoraba la impotencia. Me sentía como un vigía mudo. Como periodista tenía la necesidad de informar, pero como habitante del planeta me preocupaba que la gente supiera lo que estaba pasando. Advertir que podía llegar a otras zonas, no por alarmar sino para prevenir. Un mes después del primer caso, el 24 de febrero de 2020, publiqué este mensaje:
“Sin alarmismo: Corea del Sur ha decretado ‘Alerta Máxima’ por coronavirus. Tras pasar en cuatro días de 100 a más de 800 contagios, llevar mes y medio en alerta y tener que usar mascarilla hasta en el trabajo, os aseguro (sin ser un experto) que el potencial de contagio y las consecuencias no son las de una gripe común.
No se trata solo del número de muertes. Se trata de cómo un virus con un potencial de contagio altamente veloz y exponencial puede paralizar una ciudad, una región o un país al hacer colapsar sus servicios sanitarios.

Pero cuando muchos comenzaron a reaccionar… ya era tarde. Reinaba la confusión. Nadie sabía nada del corona, bueno, salvo algunos… porque los expertos y tertulianos empezaron a multiplicarse casi a la velocidad del virus.
De un día para otro nuestros rostros desaparecieron tras las mascarillas. Aprendimos a lavarnos las manos. A toser en el codo. A no salpicar gotúsculas a nuestros contertulios, y todo lo habido y por haber sobre las mutaciones de la proteína Spike, que podría ser la prima de Mr. Spock, pero no lo es.
La emergencia del corona fue algo tan repentino, tan insólito y tan atroz… que nos dejó a todos encerrados en casa con una tristeza inmensa: castigados y… de cara a la pared.

TRAS LA ESTANCIA
La pandemia llegó en 2020 de la mano de la parca.
Se llevó nuestra ocupada vida,
nuestros rostros, nuestra libertad.
Atrás quedan risas y recuerdos antes compartidos.
Secretos de alma ahora escondidos,
tras el oscuro ramaje de la indiferencia.
Algunas noches, al despertar, me siento perdido.
Muchos ya no están, no van a estar...
Pero mi estancia guarda el aroma de su recuerdo,
todavía impreso entre mis manos…
Doy vueltas por la casa como un zombi.
Castigado… inerme, y de cara a la pared.
Ese diminuto virus se cobró tantas víctimas de golpe que apenas pudimos despedirnos. Muchos se fueron sin duelo, entre pesares y quebrantos, y el Planeta aún llora la pena de su extravío…

Navegamos sin rumbo y con el peso del desastre a la espalda, pero… dicen que hasta en los momentos más lúgubres, la luz siempre vence a la oscuridad. El mundo se puso a trabajar codo con codo, en un despliegue planetario nunca antes visto. Ante la emergencia, entre la prisa y el ruido, llegaron noticias de un remedio… quizá no tan efectivo como nos gustaría, pero que sirvió para ayudarnos a dar el siguiente paso.
En cierto modo nos permitió recobrar la ilusión, gracias a la fantasía de una “nueva normalidad”. Nos ayudó a pedirle a la vida que nos devolviera el aire… Para dejar de sufrir y no seguir ¡agonizando a puro dolor!

Así es: esta pandemia se ha cobrado millones de víctimas de todo tipo, sin anestesia y a puro dolor.
Muchos han desaparecido: “Missing”…
Y para los que seguimos aquí, a lo tonto ya han pasado dos años bajo la mascarilla…
Mucha gente habla de “tiempo perdido”, pero en mi caso este “receso o recogimiento”, a veces recalcitrante soledad, a veces recóndita calma, me ha servido para intentar crecer como persona y para valorar más lo que tengo.
Para aprender a mirar a la vida y al futuro a los ojos, y sobre todo… ¡¡¡para aceptar lo que venga!!!
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